En ocasiones ocurre que uno se cruza con un libro cuya lectura es capaz de sacudirle, de rascarle muy adentro, de devolverle el sabor de la lectura porque sí, por el simple placer de la lectura. En mi caso, acaba de ocurrirme con Ruido de zuecos, de Severino Pallaruelo.
Desconocía la existencia de este libro, una obra que llegó a mí en forma de regalo doble: por un lado el libro físico en sí (amaneció un día en mi buzón casi sin previo aviso, enviado por un amigo) y por otro lado el regalo del descubrimiento de todas las historias que caben entre sus páginas.
Ruido de zuecos construye, a lo largo de las vidas de tres personajes principales y de sus tres generaciones, un retrato real, muy real, del modo de vida de las gentes de montaña, de quienes poblaron los pueblos pirenaicos que poco a poco se secaron como se secarán un día los glaciares que decoran algunas de esas montañas.
Entre relatos teñidos de nostalgia, el autor nos muestra el día a día de unas existencias que, sin ellas saberlo, estaban condenadas a la desaparición ante el avance de otras sociedades, otros modos de vida y otras maneras de afrontar la existencia.
Como muestra, un par de botones.
Lo que nos va pasando cada día, las sensaciones, los sentimientos, viven diluidos en las claras aguas del alma. Como están diluidos, apenas notamos la fuerza de su sabor. Pero luego, con el paso de los años, todo eso se va decantando, se deposita en el fondo y luego se seca. Queda allí, en algún rincón del alma, guardado en forma de costras o de pastillas de concentrados especiales cuya presencia no se hace notar. Pero de repente, si les alcanza un chubasco, un poquito de agua, algo de humedad, vuelven a diluirse y llenan el alma del mismo gusto de otros días, del mismo sabor de los tiempos lejanos, pero más elaborado, más puro, como el de un vino añejo o un caldo espeso.
Cuatro horas, perdidas en la lejanía del éter infinito donde duerme todo lo que fue y ya no es, los acontecimientos, las sensaciones, los deseos, los sentimientos que existieron y que murieron, todo acumulado en el aire invisible, en la nada donde se amontona todo lo que sucede. Desde allí retornan para torturar, solo para eso, cuatro horas que tuvieron cara alegre y después, cuando regresan del armario imprevisible del recuerdo, ofrecen el otro lado de su rostro, tan amargo como dulce fue el lado primero que, entre besos, mostraron.
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