Ocurre a veces que alguien encuentra, como por casualidad, su novela fetiche. Esa a la que luego es tan sencillo y agradable regresar de cuando en cuando, por ejemplo en esos raros momentos en que la lista de lecturas futuribles se llena de dudas y no presenta ningún candidato concreto. En esos momentos uno siempre sabe que allí, en aquella estantería, le espera esa novela que se muestra más grande y más profunda con cada nueva lectura, porque cada vez que uno retorna a esas páginas lo hace para recordar, revivir y redescubrir. Lo hace para encontrarse de nuevo con quien fue en un momento del pasado, mientras leía por vez primera (o segunda, o tercera, o cuarta, o…) esa novela, porque en los libros el tiempo no transcurre, y en ese oasis, en esa niebla inmortal en la que el gigante del tiempo está dormido es fácil encontrar un refugio contra el mundo, para que no importe si allí afuera todo se está derrumbando.
En mi caso ese oasis, ese refugio, se llama Olvidado rey Gudú, la obra maestra de Ana María Matute. No voy a extenderme mucho sobre esta novela, solo diré que (si uno tiene la paciencia que requiere una obra con el lirismo y el ritmo narrativo que encontraremos en esta) podrá disfrutar de todos los cuentos de hadas y al mismo tiempo de ninguno, pues Olvidado rey Gudú es un enorme cuento infantil mezclado con la crueldad de la vida, y en ella se muestra con una crudeza descarnada, el efecto del paso del tiempo y su capacidad devastadora para desgastar lo que un día fuimos y jamás volveremos a ser.
Leer Olvidado rey Gudú es sentirse al mismo tiempo acariciado y mordido por la nostalgia.
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