Avanzaba por la vida arrastrando una fría antología de derrotas junto a alguna dignidad y varias pequeñas victorias. Un millón de recuerdos con cuerpo de acuarela y la consistencia de un suspiro conformaban su tesoro más íntimo. Sombras, siluetas, sucesos que formaban el esqueleto de su pasado.
Así atravesaba los días, surcaba los meses, amontonaba los años. Dócilmente.
Poco a poco, en tardes llenas de calma que, siempre diferentes pero siempre iguales, se habían ido sucediendo— puesta de sol tras puesta de sol—, había ido olvidando lenta, muy lentamente en qué consistía el arte de la vida. Las viejas heridas del amor habían cicatrizado y acabaron por desaparecer. Ya ni rastro había de las huellas de mil pasiones que habían sido testigos de sus mejores noches.
La vida se le había convertido en una gris sucesión de jornadas encadenadas, sin más asomo de novedad que alguna punzada ocasional, algún recuerdo que amenazaba con volver de cuando en cuando (sombras, siluetas), algún resto de pasados naufragios que flotaba a la deriva devorado por el tiempo y por el sol.
Olvidado ya el arte de la vida, todo intento de alegría era perezosamente postergado para mañana. Y triste, muy triste era este caminar por pasillos de ceniza fría, pero más aún lo era su manera de enfrentar ese vacío: —No me importa—, se repetía una y otra vez. — No me importa.
Fotografía: Guada CaulínDeja un comentario