Una de las cosas que más me apasiona de la lectura de novelas es cuando das con una página perdida entre los pliegues de las tramas y del desarrollo de la historia en la que, en tal o cual párrafo, encuentras una auténtica lección de vida, palabras en las que el autor o la autora ha reflejado y descrito con gran precisión un aspecto de la existencia, de esos sentimientos, pensamientos o ideas profundos con los que casi todo el mundo nos hemos encontrado en alguna ocasión. Esos instantes te unen de una manera especial a esa novela, porque en esas páginas ves reflejada, aunque solo sea, una pequeña esquina de la persona que eres o que fuiste un día.
Esto me ha ocurrido hoy con la última novela que estoy leyendo, La noche de plata de Elia Barceló. Os dejo aquí el fragmento para que juzguéis bajo vuestro propio criterio.
1 comentarioSeguía sin poder decidir si lo que había quedado de su pequeña Alma era una herida o una cicatriz. Se había esforzado por conseguir que aquel horrible tajo purulento fuera cerrándose para convertirse en una tremenda cicatriz que nunca podría borrarse, pero que sería una cicatriz seca, y había días, a veces hasta semanas, en que tenía la sensación de haberlo conseguido, especialmente cuando solo se fijaba en el oro que unía lo que el dolor había separado. Luego pasaba algo, como ahora la conversación con Wolf, y los bordes volvían a abrirse, y volvía el pus, la sangre, el dolor de quemadura, el brutal desgarro que siempre era nuevo, aunque fuera conocido. Al parecer, los seres humanos no podemos conservar la memoria exacta del dolor. Solo sabemos que algo dolió muchísimo, pero no podemos recuperar detalles de cómo se sentía aquel horror que nos volvía locos. Hasta que sucede de nuevo y entonces todo regresa, quizá no con la fuerza de la primera vez, pero con la suficiente intensidad como para quitarte el aliento y desear no haber tocado ese punto que sabes que desencadenará la tortura. Y hay que volver a fundir el oro y volver a unir lo que se acaba de romper; una tortura sin fin.