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Mes: junio 2020

Cada vez más cerca del Oasis

Fragmento del libro El oasis. Reflexiones vaquilleras (click aquí para más información).


Si hay un adjetivo capaz de definir la vida, ese es sin duda el de impredecible. ¿Quién hubiera podido pronosticar, ni aun echando mano de toda la imaginación del mundo, la situación en la que nos íbamos a encontrar tras dar los primeros pasos en ese recién llegado año de 2020?

Esta tormenta global que alcanzó las cuatro esquinas del planeta llegó con tanta fuerza que nos arrancó de un plumazo, de un solo golpe, todos nuestros hábitos, todas las costumbres a las que nos aferramos como sociedad. Y no solo a nosotros, sino a prácticamente todas las sociedades del planeta. A lo largo y ancho del mundo, aviones detenidos, parques vacíos, ciudades fantasmas y sueños congelados.

Y entre esos sueños, el nuestro, el que a lo largo del año más amamos y más anhelamos como turolenses. El sueño de atarnos una vez más el pañuelico al cuello y de salir a la calle a bebernos la vida.

No habrá Vaquilla este año, pero nada impide que los vaquilleros y las vaquilleras podamos reencontrarnos en el territorio delimitado por la nostalgia y por el recuerdo de los momentos vividos.

Recojo aquí una hermosa frase que el psiquiatra Viktor Frankl citaba en su obra más trascendental El hombre en busca de sentido (frase cuya autoría no he conseguido descubrir) y que afirma con rotundidad que ningún poder de la tierra podrá arrancarte lo que ya has vivido.

Hay una verdad enorme dentro de esas palabras. El maldito coronavirus nos ha robado, entre otras muchas cosas, la Vaquilla del año 2020, pero ni él, ni nada, ni nadie podrá robarnos jamás todas esas vaquillas que ya hemos vivido, las que llegaron poniendo punto y final a doce meses de espera, al nerviosismo que nos invade en la recta final, a las ansias desbordantes que uno es ya incapaz de retener desde que, el viernes previo, la traca recorre el espacio que separa la plaza San Juan de la del Torico y atraviesa el tozal llenando el aire de humo, de olor a pólvora y de metas al fin alcanzadas. Las vaquillas que llegaron, como digo, y se marcharon pocos días más tarde, dejándonos más cansados y más tristes pero también más cargados de recuerdos y memorias. Esas memorias ya forman parte de nosotros y de nosotras. A nivel individual y, sobre todo, a nivel colectivo, pues es esa manera que tenemos de vivir la Vaquilla como parte de una tribu, lo que hace de ella algo mágico y trascendente.

No habrá pañuelico este año, no habrá charangas, remojones, ensogados ni regañaos (al menos no dentro del marco en el que tanto nos gusta disfrutarlos), pero nos quedan dos cosas: por un lado el recuerdo, como ya he dicho; por otro la esperanza y la certeza de que pasarán los meses y vendrán nuevas vaquillas. Porque sí. Porque así ha de ser. Porque las tradiciones están ahí para recordarle al tiempo que hay algo más fuerte que él, algo que los pueblos son capaces de perpetuar y de transmitir de generación en generación. La Vaquilla es una de esas tradiciones. Y todos sabemos que volverá.

Mientras tanto, te ofrezco este texto, amigo vaquillero, amiga vaquillera (no dudo de que te consideras tal si estás invirtiendo algo tan valioso como tu tiempo en perderte entre estas palabras), para que lo uses a modo de bálsamo para sobrellevar la ausencia de nuestra fiesta en este extraño año de 2020. Será un bálsamo pobre que apenas alcanzará a calmar el dolor de la ausencia, lo sé, pero tal vez te ayude aunque solo sea un poco a adormecer la tristeza y a matar parte de la ardua espera.

Puedes hacer de estas páginas un territorio para el reencuentro. El reencuentro con los recuerdos, con las emociones, con las risas y con las lágrimas de otros años. Como padre de estas páginas, el mejor regalo que puedo recibir es que tú, lector, que tú, lectora, encuentres en ellas un reflejo, aunque sea leve y lejano, de lo que has vivido durante tus vaquillas particulares, y que en ese reflejo consigas, a pesar de la distancia, a pesar de la nostalgia, verte de nuevo riendo con los tuyos, con el litro en la mano y el pañuelico en el cuello.

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Las cosas que llevaban los hombres que lucharon

De cuando en cuando uno da por casualidad con uno de esos libros que te dan que pensar, que te invitan a la reflexión. Es el caso de Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, de Tim O’Brien.

No suelo leer mucha literatura bélica, pero decidí darle una oportunidad a este libro. Valió la pena.

En sus páginas encontramos un testimonio de primera mano sobre el conflicto de Vietnam (O’Brien luchó en esa guerra), pero no es una enumeración de eventos con descripciones vívidas de hechos y de personas. Es más bien un reflejo psicológico de cómo consiguen los hombres orientar su mirada para no quebrarse cuando hacen frente a situaciones tan extremas como las que pueden vivirse en la guerra, cómo se las arregla la mente humana para escapar de la locura, para sobrevivir al pozo de perdición en el que la vida se convierte en ese entorno.

A través de vivencias propias o de sucesos acontecidos a compañeros suyos O’Brien nos acerca a la mente de los soldados, nos explica la fragilidad y la fortaleza que conviven dentro de ella y las dificultades que los militares tenían para encontrar su sitio en la vida una vez que regresaban a sus hogares. Regresaban para descubrir que tras vivir a la velocidad y con la intensidad que el conflicto había imprimido a sus días, su existencia se había transformado en pura lentitud y en puro hastío. Y muchos no eran capaces de adaptarse a la vida normal.

Las cosas que llevaban los hombres que lucharon no canta a las grandezas de la guerra (si es que acaso existen), no es una defensa de los valores patrios que llevan a los hombres a matarse unos a otros, es tan solo un retrato, gris, desolador y apagado de cómo los hombres viven la guerra y de las huellas que esta deja en sus vidas. Como muestra, un botón.

Una auténtica historia de guerra nunca es moral. No instruye, ni alienta la virtud, ni sugiere modelos de comportamiento humano correcto, ni impide que los hombres hagan las cosas que los hombres siempre han hecho. Si una historia parece moral, no la creáis. Si al final de una historia de guerra os sentís edificados, o si sentís que una partícula de rectitud se ha salvado de la devastación a gran escala, entonces habéis sido víctimas de una mentira muy antigua y terrible.

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