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Mes: mayo 2020

El hombre en busca de sentido

Vivimos tiempos inciertos pero interesantes (aunque uno, sinceramente, preferiría regresar a otros tiempos más anodinos y rutinarios).

Si algo nos ha regalado a la mayoría esta nueva realidad que el coronavirus ha dibujado para nosotros ha sido tiempo para estar con uno mismo, para la reflexión, para aprender a conocernos y a soportarnos mejor. Y también para la lectura.

Uno de los libros que he leído durante las últimas semanas ha sido El hombre en busca de sentido, de Viktor Frankl.

Viktor fue un psiquiatra que sufrió un largo encierro en campos de concentración nazis, y no solo sobrevivió a ese encierro, sino que sacó de la experiencia una lectura profunda que le ayudaría a desarrollar la logoterapia, un método  de tratamiento para trastornos y conflictos mentales que acabó convirtiéndose en una de las ramas principales de la psicología.

Es una lectura muy recomendable porque no profundiza demasiado en la parte teórica de su método y además explica muchas de las situaciones que presenció en los campos, y saca de ellas conclusiones fruto del conocimiento profundo del alma humana que desarrolló durante sus años de cautiverio. No en vano asegura que la suya fue la generación que mejor ha llegado a conocer al ser humano. Una afirmación con la cual coincido.

Si tuviera que resumir en una sola frase la lección más importante que me llevo de este libro es la de que las circunstancias de la vida pueden arrebatarnos todo, absolutamente todo, excepto una cosa: la libertad de decidir cómo respondemos a esas circunstancias.

La lectura nos ayuda, nos salva, nos anima o nos acerca a la nostalgia según la situación. Pero también nos enseña. Con este libro he aprendido que, a pesar de la duración y la dureza de este confinamiento, no ha sido nada comparado con lo que miles de personas han superado en el pasado y, sobre todo, he aprendido que tenemos la capacidad de elegir cómo queremos afrontar el encierro y el contacto con el mundo que quedará ahí afuera una vez podamos salir y tratar de recuperar nuestro día a día.

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Abriendo la jaula

Para la mayoría de nosotros, durante muchas semanas han dejado de existir los lunes y los domingos. No importaba si era la lluvia o era el sol quien inundaba las tardes. El calendario y el mapa del tiempo formaban parte de la misma mancha abstracta. Ya no importaba.

Incluso el reloj ha perdido en parte ese poder con el que nos esclaviza siempre, con el que convierte en celdas casi todos nuestros días.

No puedes salir, nos dijeron. No puedes viajar. Prohibidos los abrazos. No puedes trabajar… nos dijeron. No puedes llenar los bares. No puedes tumbarte en los parques. Durante un mes y medio la vida se ha detenido y se ha transformado en una enorme prohibición.

Pero nadie nos dijo: No puedes soñar. No puedes reír. No puedes beber de la magia de los placeres menores. Así que nos quedaba eso. No hay virus sobre la tierra que pueda impedirnos mirar hacia arriba, escuchar la lluvia, ver temblar al viento o nacer al sol. Durante estas semanas hemos cantado, hemos hecho de los balcones nuestros nuevos bares, nuestros nuevos parques. Y en ellos hemos practicado también el largo juego de la paciencia mientras compartíamos la certeza de que pronto, muy pronto, España sería de nuevo un mar de jaulas abiertas.

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Encadenada

Libertad. Te tengo tan cerca y al mismo tiempo tan lejos… Puedo sentirte, verte, olerte, pero me temo que jamás podré vivirte.

Qué desquiciante tortura dormir bajo el inmenso azul del cielo, tocar la risa líquida del agua salada, recibir a diario los besos del sol y escuchar a cada hora la música que trae el viento sin poder partir y disponer de esos tesoros a mi antojo, donde yo lo desee. No conozco más mundo que el que creo con mis sueños.

Malditos sean todos mis eslabones y maldito también mi destino: qué gran pesar vivir por siempre anclada a este lugar y no poder partir si quiera para buscar imposibles: el leviatán, barcos fantasmas, o tal vez ¿qué se yo? Tal vez alguna hermosa sirena a la que amar a ciegas.

Fotografía: Guada Caulín
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